Estando en Filipinas tengo la oportunidad de hacer una inmersión en la cultura y en la educación del país a través de los niños. Ellos son grandes puertas.
Son inocentes, expresivos, abiertos y muy confiados.
Desbordan intuición y transparencia.
Hoy, dando un paseo por una playa, donde apenas hay civilización, se me acerca un grupo de tres niños y una niña, de unos diez años, descalzos. Y empiezo a sentir cómo la energía sexual fluye en sus cuerpos. Estamos en un lugar muy salvaje, muy en contacto con la madre tierra, con el hábitat, con el agua, con el sol. Un lado muy primitivo se despierta aquí. La libertad en sus movimientos es exquisita.
Puedo sentir como en estos continentes, en estos países tan tropicales, se estimula en mí una sensualidad que es casi arrebatadora, furtiva. Es energía, va más allá del cuerpo.
Cada vez se acercan más niños. Hablamos en inglés, caminamos, jugamos, reímos, interactuamos. Percibo en ellos una necesidad de tocarme, de
contactar a través del físico. Uno me sujeta de la mano, otro me ayuda al verme subir por unas piedras. Otro me acaricia el pelo. Y yo me siento cómoda con este tacto.
Hay mucha presencia en sus acciones, en sí mismos y en el entorno. Tienen el don de proteger. Y eso me sorprende porque son muy pequeños.
Escucho, respiro.
Siento esa vitalidad que es creativa, que explosiona, que se libera y que está en el ambiente, sin importar que seamos adultos o niños. Es innata, es el instinto animal que a veces perdemos al hacernos mayores. Ellos están atentos, sienten esa energía también, está en sus genes, es pura. Su mirada es pasional. No sienten vergüenza.
Uno de los niños más pequeños me toma la mano, se la acerca a sus genitales y siento una potente erección. Me coge totalmente desprevenida. No hay una mala intención. Ni siquiera hay una intención pensada o meditada. Surge de la naturalidad, de la atracción. De esa fuerza sexual que mueve el mundo, que mueve la tierra, que une a hombres y mujeres en una mayor intimidad.
Es un impulso muy rápido, cuestión de segundos, casi involuntario, no premeditado.
Crea ahí una electricidad y luego se separa. El toque es corto, espontaneo, natural. Ellos no entienden de edad. Siento que aquí no existe el bien o el mal.
Nos bañamos en el mar los niños y yo, yo y los niños. Nadamos. Y debajo del agua tienen también la necesidad de tocar. Pero me vuelve a asombrar que no hay ninguna maldad en sus actos. No tienen prejuicios, no hay condicionamientos. Están mucho más conectados a la naturaleza y a su propio ser y sentir que los niños de occidente.
Viven mucho más en el presente. Están hambrientos de saber y conocer.
Me embriagan estos lugares en los que, sin duda, la energía es mucho más femenina, menos densa, menos dura. Todo fluye en un día caluroso, entre palmeras, olas, islas y un agua cristalina de verde esmeralda.
Y yo me siento muy agradecida de ser partícipe de la creación, de la humanidad, de esta fuerza que todo lo activa, que es sexual, que está en todos
nosotros, que nos atrae, que nos alimenta, que nada tiene de perversa en realidad.
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