Nos invade el deseo de mostrarnos tal como somos. Anhelamos desnudar nuestra alma y experimentar cómo nuestro corazón se abre y se expande. Y desde esa inocencia y vulnerabilidad necesitamos ser aceptados.
Exhibiendo nuestra indefensión, nos desprendemos de corazas que acaban por convertir nuestra fragilidad en fortaleza. Porque aprendemos a sentir, a ser, a confiar.
Me sitúo delante del otro. Respiro. Siento fluir la energía por todo mi ser. Permito el contacto lento, respetuoso. Cierro los ojos. Me impregno del cuidado y la presencia de quien me acompaña. Me reencuentro conmigo misma a través de esas manos que me tocan de forma sensual y sin intención, mediante esa observación tierna que trata de comprenderme.
Me dejo ir soltando las máscaras que me exige el día a día. Lloro. Sonrío. Agradezco. Abrazo. Noto la mirada limpia del prójimo hacia mí y le correspondo con el mismo gesto afectivo cada vez que levanto los párpados.
Y bailo en el otro y con el otro. Sin dejar de mirarnos. Fundidos en el roce sutil, delicado y a la vez deleitoso de nuestras muñecas, de nuestros brazos, de nuestros cuerpos. Percibo la magia en medio de una danza llena de creatividad que busca expresarse desde la libertad.
Me nutro del vigor que me proporciona la melodía de una respiración profunda, acompasada y al unísono. Aprecio la conexión, la esencia, la totalidad del espíritu de quien me toca la piel desde el corazón. Una luz me envuelve.
Y me entrego al momento, a la vida, al ser humano. A la abundancia, al placer, al amor. Me siento desbordada. Y soy feliz.
Amerai
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